El Museo del Prado despide su bicentenario con una exposición abrumadora de más de 300 dibujos de Goya, la mitad de ellos, pertenecientes al museo. Goya es el artista mejor representado en el Prado, quizás también el más emblemático. Goya, además, vivió el hito histórico de su creación (aunque ignoramos si asistió a la inauguración). Era pues lógico que Goya estuviera presente de algún modo en el amplio programa de exposiciones y actos con los que a lo largo de un año se ha celebrado el Bicentenario de la institución.
Pero de entre todas las facetas de Goya presentes en el Prado, la de los dibujos es la más desconocida: por su fragilidad, los dibujos se atesoran pero rara vez se muestran. Son además, el Goya más auténtico, más genuino. Si a alguna faceta de Goya conviene el apelativo de genio, esa es el dibujo. En sus dibujos aunó la capacidad de observación con la maestría expresiva, una sensibilidad humanista acompañada de lucidez y una visión personal que matiza el dogma ilustrado.
Así pues, la apabullante selección de 300 dibujos , de los 500 que llegó a producir, es la punta de un temible iceberg, que admira y espanta al espectador sensible, sabiendo que sólo con lo que ve, se adentra en un territorio íntimo desconocido e insondable, que es el pensamiento de Goya.
Recorriendo la exposición, hemos experimentado el sentimiento de lo sublime, tan en boga en tiempos de Goya. Es una exposición que emociona, acongoja, por momentos aterra, pero siempre obliga a pensar y a compadecer. Incluso su montaje, no enteramente basado en el orden cronológico, obliga a reflexionar cada tema, poniendo palabras a la reflexión que Goya hizo en imágenes.
Es, por extensión y profundidad, uno de los mayores acontecimientos artísticos del año en el Mundo, en la categoría de arte anterior a 1900.
Para cualquier amigo del arte, la visita es obligada. Y si se puede, mejor que una visita, varias, por etapas, breves e intensas, y siempre seguidas de meditación.